Anasayek
2 min readApr 27, 2020

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LA PUESTA DE SOL

Se sentaba a la sombra de la parra y encendía un purillo. Desde ahí veía toda la finca. Las olivas, todo lo que tenía sembrado: lechugas, lombardas, coliflores… en surcos perfectamente alineados y cada planta a la misma distancia de la siguiente que de la anterior. Lo medía con una regla hecha a mano, de madera de roble, casi tan dura como él. A los ojos de cualquiera no era más que un palo cuadrado, pero ¿qué sabían ellos de medidas y paralelismos?. Siempre fue perfeccionista, era necesario para trabajar la madera y ahora, para las tareas del campo, no sería menos. Era su sueño de jubilado y los tiempos que le tocaron vivir en su infancia le confirmaban que, además, sería necesario ante probables crisis. No se equivocó. «Esto me da vida», solía decir cuando tenía visita y mostraba toda su obra, orgulloso y satisfecho.

A la izquierda el gallinero, con una veintena de gallinas y un gallo zararío. Ese tendría que echarle pronto al caldo, era demasiado «gallito» y había que entrar con precaución, sin darle la espalda. Un bastón de fresno servía para mantenerlo a raya, aunque «el cabrón cobarde, se las busca para sorprenderte por detrás» . De ese fin de semana no pasaría para saborearlo con arroz.

Solía concluir el día paseando por su campo, justo antes de ponerse el sol. Revisaba cada mata y cada grano de tierra, aún no necesitaría sacar agua del pozo para regar, aunque sabía de sobra cuánto y cuándo lo tendría que hacer. También sabía a qué horas ese pozo era más productivo en una tierra de secano por la que nadie hubiera gastado en una perforación de ese calibre. Ciento treinta metros hacia abajo fueron necesarios para encontrar agua, no estaba tan lejos. Sabía exactamente dónde perforar y los técnicos le dieron la razón. En el pueblo dejaron de decirle que estaba loco por buscar agua allí arriba.

Las gallinas ya se habían metido a dormir, cerró el gallinero, movió la silla y se sentó mirando hacia el oeste llenando sus pulmones del fresco aroma de El Olivar. Sonrió con satisfacción, aun teniendo el cuerpo cansado y dolorido. Llevaba muchos años doblando el lomo, pero nunca se había sentido mejor. El silencio se dejó romper por el ulular de una lechuza madrugadora. Saboreó el humo del purillo, sin tragarse el humo, y se sumergió en el cielo naranja-fuego de diciembre.

Espero que donde esté, se sienta tan bien como cuando se sentaba a ver la puesta de sol, después de un duro y placentero día de trabajo en su huerto. Te quiero, Papá

Para

y #relatosPlaceres.

Abril 2020

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Anasayek

Contrastes y matices. Reseteo mi cerebro cada cierto tiempo (será por eso que no aprendo)